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Yo sobreviví a Magaluf

El sol de agosto invade septiembre y amenaza con arruinar mi palidez. Espero el autobús L106. El vehículo llega con puntualidad británica. Abre las fauces y me engulle. Un billete a Magaluf, por favor, o one ticket to Rough Britain. El interior está atestado de almas en pena. Creo distinguir a los dobles ingleses de varios queridos amigos: hay una versión leucémica de Fernando Dementia, un Pako Jeremy albino y un Joan Cabot con síndrome de Down. Me sorprendo sintiendo ganas de abrazar a esas diabólicas desfiguraciones, pero me contengo, pues sé que no son más que un espejismo: una pesadilla, una mentira, una luna desleída en la superficie del agua. Hacia el final del pasillo encuentro un asiento libre. Lo ocupo y miro hacia mi izquierda; descubro a una chica sumida en coma, cuya piel está repleta de quemaduras de primer grado. Quiero acariciarla o hundir mis dedos en su carne flácida hasta arrancarle el sueño. Detrás de mí, un tipo derrocha gritos en ruso. Tras quince minutos de monólogo eslavo, comienzo a comprender su lengua.

La oblicuidad solar característica de las 18:15 horas atraviesa el cristal, se clava en mi epidermis, perturba mi melanina.

Casi no he tenido tiempo de sorprenderme por mis nuevos conocimientos lingüísticos, cuando el orador decide abandonar el ruso y comenzar a hablar en japonés. O coreano. O cantonés. Comienzo a sospechar que este vehículo otorga a los viajantes el don de lenguas. Quizá sea una Torre de Babel rodante que conduce al más azul de los avernos: el infierno mediterráneo, el agujero negro de Reino Unido. Llegaré a tiempo de cumplir condena si el autobús, que excede ampliamente el límite de velocidad, no resulta accidentado. En todo caso se trata –de eso no cabe duda- de un recorrido hacia otra vida, la peor de las vidas imaginadas, el paso de de una laguna Estigia hortera y abyecta, propia de la división más espeluznante del siglo XXI. Próxima parada: Estación del Mal.

Una y otra vez me digo a mí misma: este viaje es necesario, pues contribuye a la búsqueda antitética de la belleza. Cuánta fealdad existe en el mundo.

Al posar mi mirada en los asientos que preceden al mío, detecto algo similar a un bigfoot camuflado: un ser inmenso trata de esconder su monstruosidad bajo una docena de bufandas. El hedor se filtra entre las puntadas del tejido de lana. Este sí es el invierno de nuestro descontento.

Alcanzo mi destino. Varios jovencitos duermen la borrachera sobre las mesas de los bares. Las tiendas de alimentación venden botellas de alcohol a precios irrisorios. La piel de los transeúntes me recuerda a ese filete crudo que encontré en mi nevera transcurridas ocho semanas desde su fecha de caducidad. Concluyo que tal realidad resulta insoportable desde la sobriedad, así que me detengo a repostar en una terraza. A los cinco minutos, cuando apenas me ha dado tiempo a dar un par de tragos a mi pinta, ya he presenciado una brutal pelea entre dos hooligans tatuados hasta las cejas, que termina felizmente en fraternal abrazo. El límite entre la resaca y la ebriedad se desdibuja en los organismos de los veraneantes. El diablo era eso: la confusión entre un concepto y su contrario. Una piara de aullantes coches de la Guardia Civil transita el asfalto. Un gigantesco yeti de cartón piedra escala un edificio. Magaluf es el templo del espeluzne, la trastienda de un civilizado Occidente, un grito arrancado a la contención social que la humanidad, desde la vergüenza, entierra en secreto en la tierra. Tras servirme la tercera pinta, la camarera coloca alrededor de mi cuello un collar hawaiano. Se tensan todos mis músculos, trago saliva, me bebo de golpe los 568,26125 mililitros que contiene mi vaso. Me acerco hasta la barra y, haciendo uso de mi imperfecto inglés, solicito otra cerveza más.

Mi mente comienza a formular cuestiones de suma importancia: ¿Cuántos embarazos no deseados tienen lugar cada día en esta tierra de depravación? ¿Cuántos infartos por ingestión masiva de triglicéridos? ¿Cuántos comas etílicos? ¿Cuántas peleas? ¿No podría hacer alguien algo al respecto? ¿Ha abandonado ETA definitivamente las armas?

Va cayendo la noche. A juzgar por la iluminación, aquí siempre es Navidad. A juzgar por la indumentaria imperante, aquí siempre es Carnaval. A juzgar por la exhibición de violencia, este es el escenario de un perpetuo y reñido campeonato de wrestling.

Abandono mi asiento, pago las consumiciones y comienzo a caminar. Me dirijo a un concierto de un grupo del que no he oído hablar en la vida. Resulta que es sumamente famoso. Disculpen mi ignorancia.

Qué extraño. A pesar de que está despejado se ha puesto a lloviznar. Alzo la vista. Allá en lo alto, un individuo orina desde la habitación del hotel. Me refugio de las inclemencias urológicas en un colmado. Ahí descubro el paraíso: cientos de productos Cadbury se extienden ante mí. Hay flakes y chocolate con nueces y pasas y tabletas con caramelo y un sinfín más de envases morados. Creo que he penetrado en la embajada del Cielo en los dominios de Satán. Me invade la felicidad.

Cuando deja de llover –se trataba tan solo de un chubasco pasajero-, continúo mi camino. Es tal la sensación de desubicación, que al llegar al Mallorca Rocks y divisar a Ana Espina, a Laura Alemany, a Magda Albis y a Daniel M. Rossall, me siento como si acabara de aterrizar en la Tierra tras una prolongada estancia en el espacio exterior.

En el interior, me convierto en espectadora de una partida de ping-pong sobre una mesa repleta de vasos de alcohol. Unos metros más allá, un armario humano introduce su brazo entre las piernas de su amigo y lo levanta metro y medio. Alguien me roza e, instantáneamente, me pide disculpas. Porque incluso en el interior del adolescente inglés más paleto y borrachuzo continúan imperando los modales característicos de esa nación. No deja de sorprender que la misma persona capaz de beber hasta perder el conocimiento, bramar en lengua extranjera, buscar pelea, vejar al prójimo, lanzarse de cabeza a una piscina desde un quinto piso y hacer peligrar su vida en los abismos nocturnos de una playa sin ley, se excuse por acto reflejo si entra involuntariamente en contacto físico con un desconocido o si se cuela sin querer al pedir la bebida en la barra de un bar.

El concierto de Kaiser Chiefs es uno de los últimos de la temporada, pero también de la vida del hotel, ya que Cursach, que acaba de comprar el complejo, comenzará a partir de octubre a implementar su maléfico plan, una muestra más del espíritu megalómano al que nos tiene acostumbrados.

Esta gente no gana para pies de micro”. Eso es lo primero que pienso nada más aparecer los músicos en escena, cuando el cantante hace gala de una violencia algo impostada contra los bienes muebles que le rodean. Se sube a los monitores. Al cabo de unos minutos, decide encaramarse al truss. Trepa hasta una altura considerable, sin duda influenciado por la criatura de cartón piedra que acecha en las inmediaciones del hotel, y de ahí salta al balcón de la zona VIP y recorre la cornisa, seguido muy de cerca de varios guardas de seguridad. Acto seguido, pierde el equilibrio, cae alrededor de diez metros y estrella su cabeza contra el suelo. Media docena de veinteañeras inglesas se abalanzan sobre su cuerpo estertorante, pero huyen despavoridas al detectar la sangre y la masa cerebral que brotan de todos sus orificios faciales. La ambulancia no se hace esperar. Recubren el cadáver con una preciosa manta térmica y lo suben a una camilla. Todos lloramos mucho y sentimos algo similar a la pesadumbre, aunque no conozcamos personalmente a la víctima. Alguien debería contactar con sus familiares, pero el resto de miembros del grupo no parece estar por la labor, ya que continúa interpretando el repertorio. Puede que este sea el principio del fin del indie rock británico, o el comienzo de una era estrictamente instrumental, en la que se desdeña el liderazgo unipersonal y el egocentrismo.

Salgo del hotel y camino hasta la parada del autobús que me llevará de regreso a Palma. Miro el reloj. Son las 23:50 horas. Estoy borracha. Me muero de hambre.